domingo, 2 de febrero de 2020

Cajones vacíos - Por Israel Nicasio Álvarez -

Cajones vacíos

Por Israel Nicasio Álvarez

Encuentro una asociación casi absurda entre el vacío y la violencia. No reconozco motivos para mentir, pues mi condición es aquella de quien tiene casi nada; llevo ya cinco meses solo y no he podido deshacerme de las cajas que tomé el día que les dije a mis padres de la mudanza; sólo me di a la tarea de distribuir, en mi nuevo hogar, los paquetes que algún día (no sé cuándo) acomodaría para
vivir cómodamente, esa consigna dota de valor hasta las vidas más caóticas. Pero es imposible vivir con comodidad cuando uno tiene que dar orden a algo; ordenar implica, sin lugar a dudas, ubicar correctamente los objetos en un espacio y eso es ya un ejercicio de transformación que requiere la ruptura de un orden previamente establecido; ordenar es más importante que el orden mismo.
Ordenar es irrumpir en un lugar cuya consecución armónica ya estaba dada y obliga a asignar un nuevo lugar a todo aquello que lo constituye. Ordenar es un acto violento. Por el contrario, el desorden es el estado natural de quien disfruta del caos; cada objeto encuentra un sitio preciso de forma inmediata, sin acomodos ni formalidades.

El caos es comodidad y armonía. Desde el momento en que se acepta la cruel realidad del desorden también se acepta la verdad del vivir; la vida es caótica y violenta, así se desarrolla en las medianías de la convivencia. Las experiencias y la vida son desorden, caos. Ordenar, al menos para algunos, implica guardar, esconder el desorden dentro de una consecución abstracta de supuestos patrones que aparentan comodidad y cuyo propósito es hacer más bello el lugar habitado; es organizar una serie de cosas con un rigor espacial. ¿Pero cómo puede ser cómodo lo que se torna rígido dentro de una
corrección ficticia? Ordenar es insertar un aparato ortopédico en el espacio y tiene como característica moldear un cuerpo para lograr su forma correcta.

Partiendo de la convicción del orden como un ejercicio mecánico, todo queda encerrado en pequeños cuerpos huecos cuya función es guardar, retener, incluso esconder. Aquello con lo que convivo encuentra su propio confinamiento en los cajones, recipientes y cajas, una dentro de otra; cajas dentro de cajas. Guardar es el propósito. Los cajones son una especie de postre (o espina) para la memoria; en cada rincón es posible encontrar un pedazo de vida atrapado en la materia. Las cajas son las hermanas mayores de los cajones, pero han perdido la gracia.

Habitar el caos en soledad permite explorar los recovecos de la memoria. Ordenar el caos habitado se vuelve una tortura constante, cada objeto extraído de la oscuridad contenida en un recipiente genera un discurso inmediato; habla de sí. Una semana después de haber llegado a este nuevo lugar me di a la tarea de buscar algo significativo entre mis cosas y no lo encontré, él me encontró. Todo se queda metido en los cajones sin más, eso lo aprendí a muy corta edad. Pero con el paso del tiempo, la supuesta madurez adquirida y las constantes reflexiones sobre la propia vida, he llegado a la conclusión de que procuro no esconder cosas realmente importantes, porque tengo miedo de un posible robo.

Lo que atesoro no lo guardo, está a la vista de todos y parece no tener valor alguno; mis libreros
custodian tremendas joyas que sólo el polvo se ha encargado de dañar, entonces gozo de cierta
tranquilidad. Sólo de pensar en la idea absurda de encontrarme con un ladrón interesado
en la satisfacción de la lectura me reconforto a medias. Aquellos que se han llevado algunos libros (sabiendo del imposible retorno de los mismos) no lo han hecho con lujo de violencia, han pedido permiso. Un espejo pequeño es lo más cercano a un recuerdo peculiar. Cuando tenía nueve años y mi hermano seis estuvimos amarrados y a expensas de tres extraños; más que golpes, recuerdo su molestia al exigirnos sacar del piso o las ventanas algo que se pudieran llevar, porque en todo momento repetían “nada hay en los cajones”. De ese día me queda algo que no puedo guardar y de cuya existencia sé por tener un objeto con qué mirarme: una marca cercana a la ceja izquierda que me anuncia lo peligroso y encantador de contar con muy poco.


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