Vivo junto a una obra pública. Esto quiere decir que vivo
en el Distrito Federal. En 2009, no hay modo de habitar la ciudad sin estar al
lado de una zanja.
Aunque es positivo que nuestros impuestos se conviertan
en cemento y haya una prueba en piedra de la gestión pública, el furor con que
se construye no toma en cuenta que mientras tanto tenemos que vivir.
Ignoro los motivos por los que todos los puentes, todos
los pasos a desnivel y todos los túneles se deben hacer al mismo tiempo. Como
vivimos en una cultura de la conspiración y los que más opinan son los
taxistas, un incomprobable rumor se repite: “es que así roban más”. Lo cierto
es que en vez de concentrar sus esfuerzos para abrir abismos de uno en uno, los
taladros se hunden por doquier.
Esto ha desquiciado un tráfico que desde hace 30 años
está desquiciado. Aunque los capitalinos sabemos que el caos es la forma
elemental de la vida, ahora nos han cambiado de caos.
Para saber por dónde ir hay que estar actualizado. De
nada sirve descubrir que una vía rápida ha sido inaugurada. Es muy posible que
los accesos laterales estén cerrados. Tampoco basta memorizar el sentido de los
ejes viajes. Dependiendo de la hora, algunas avenidas fluyen al revés. Jorge
Ibargüengoitia decía que cuando cambió el sentido de Francisco Sosa cambió el
sentido de su vida. La calle que le servía para salir del barrio se convirtió
de pronto en una ruta de entrada.
El chilango contemporáneo ya no puede asociar el sentido
de su vida con el de las calles. El rutinario automovilista que a las aciagas
7:23 de la mañana avanza por Avenida Coyoacán y da vuelta a la derecha en
Gabriel Mancera -como lo hacía desde que manejaba un Valiant Acapulco-
encuentra una marea de coches que viene en su contra. ¿Hay metáfora más
abrumadora de la adversidad del destino?
El mapa de la ciudad se parece cada vez más a un juego de
“serpientes y escaleras”. Dependiendo del mensaje que encuentras por azar,
avanzas o retrocedes. Además, recibes castigos que no sabías que existían.
Nada de esto sería tan grave si los conductores hubieran
crecido en un monasterio destinado a refrenar impulsos. Por desgracia, cada día
5 millones de automovilistas salen a la calle a molestarse entre sí. No hay
manera de supervisarlos. Algunos están enfermos o intoxicados, otros tienen
deficiencias de carácter, otros más están armados. El común denominador es que
no consideran tener problema alguno.
¿Qué tan confiable es el argonauta que recorre los
desconocidos mares del Distrito Federal? El hecho de que tenga licencia no
significa nada, pues se trata de un documento rechazado como identificación
oficial por las autoridades. En México la licencia autoriza a conducir -con las
posibles consecuencias de atropellar personas o incrustar el coche en la
vitrina de una tienda-, pero no garantiza que tú seas tú.
Este descontrol es terrible en una ciudad donde los
habitantes tienen tendencia a confundir la izquierda con la derecha y a
considerar que una vuelta en “u” siempre es un atajo.
Cuando el escritor venezolano Adriano González León
visitó la Ciudad de México se sorprendió de encontrar un letrero francamente
metafísico: “Materialistas: prohibido estacionarse en lo absoluto”. El autor de
País portátil ignoraba que había llegado a un sitio donde el materialismo no es
una corriente filosófica, sino un trabajo de carga y descarga. La mención al
absoluto indicaba que los camiones no debían estacionarse ni un ratito. Pues
bien: aquel letrero era una profecía. Los materialistas se han estacionado en
lo absoluto.
En la ciudad detenida, las neurosis avanzan. Podemos
enfrentar con humor el relato del amigo que tuvo que orinar en dos envases de
Frutsi porque pasó horas en un embotellamiento, pero hay desastres más allá de
toda broma.
Hace unos meses, un automovilista arrolló a varias
personas en una calle donde la circulación estaba interrumpida. Varias veces,
conductores en estado de perfecta irresponsabilidad han invadido el carril del
metrobús, ocasionando accidentes. El martes 3 de marzo, un criminal mató a
tiros al topógrafo Daniel Barrera Arellano, que trabajaba en una obra pública.
La habitual irritación ante las desviaciones y los embotellamientos dio lugar a
una infamia.
Llegamos a otro misterio del lugar que padecemos: no hay
por dónde avanzar, pero los delincuentes se dan a la fuga. El asesino del
topógrafo anda suelto.
Conseguir un arma es tan fácil como conseguir una
licencia de manejo. Si la ciudad fuera gobernada por una asamblea de dioses,
¿podríamos imaginar a Zeus, Buda y Tláloc diciendo: “¡expide más licencias que
no pasa nada!”, “¡haz todas las obras al mismo tiempo que nadie se fija!”, “¡no
es necesario resguardar a los trabajadores: si aquí nadie lleva pistola!”? Pero
los dioses viven en otro código postal.
Nada justifica un delito; sin embargo, en el México de
hoy resulta irresponsable no tomar en cuenta que eso es posible. Necesitamos
nuevos métodos de supervivencia. Antes de tocar el claxon, conviene suponer que
el otro va armado. Antes de enviar obreros a las calles, hay que pensar en
protegerlos. Si no hay patrullas para todas las zanjas, que las excaven de una
en una.
En El castillo, de Franz Kafka, el agrimensor K. llega a
una ciudad a tomar medidas. Trata de aproximarse a la construcción que domina
el paisaje -el castillo del título-, pero nunca consigue llegar ahí. Este drama
de la posposición parecería pensado para el Distrito Federal si nuestra
realidad no fuera más atroz. Aquí el agrimensor fue asesinado.
En la calle donde Daniel Barrera Arellano había llegado a
hacer mediciones hay una última marca de su vida. Una equis señala el lugar
donde cayó. Fue trazada con pintura roja. La letra que define nuestro país
(“fui a México porque se escribe con equis”, decía Valle-Inclán) tiene el color
que le corresponde.
*Publicado en Reforma.com el viernes 6 de marzo de 2009